ilustrado por
Juan Luis López Anaya
Se le acercó para declararle su amor. Tan perfecta era a sus ojos que, tras sentarse junto a ella en la arena de la playa, le habló durante horas sin parar.
Le habló, primero, de cómo amaba su mirada distraída, su figura esbelta, y las flores con que adornaba su cabello. Le habló, después, de cómo podrían ser felices juntos, le habló de que tendrían toda una vida para conocerse, que qué importaba que jamás se hubieran visto antes, que qué importaba el que dirán, que qué importaba nada si se tendrían el uno al otro.
Ella lo escuchó con infinita dulzura durante todo el tiempo que el joven habló apasionadamente. “Mi nombre es Mneiae. Ahora que me conocés, podés empezar a buscarme”, le dijo al tiempo que se transformaba en arena arrastrada por el viento.